viernes, 7 de septiembre de 2012





La historia es más o menos conocida. La del ateo al que se la presenta la oportunidad, al fin, de probar de una vez por todas, si Dios existe o no.

Vivía el ateo en una zona propensa a inundaciones, a la que se había mudado intencionalmente.

Y, efectivamente, en esa parte del país llega por fin el aviso de una terrible inundación en las próximas horas.

Feliz, el ateo, piensa “esta es la gran oportunidad: pediré a Dios que me salve de morir ahogado. Si existe, Dios me salvará y, si no existe, moriré habiendo probado que no existe”.

Llegaron los primeros avisos por la radio. Los habitantes de la zona debían ir hacia terrenos más altos. El ateo se mantuvo en su casa, en la zona más baja de la ciudad. Quería probar si Dios existe o no. Tocaron a su puerta. Era la policía. Le ofrecieron evacuar. Dijo que no, que quería probar si Dios existe.

Subió el agua. Inundó todo el primer piso de su casa. A una ventana del segundo piso se acercó una lancha que le ofreció rescatarlo.

Dijo que no, que tenía sus motivos. Seguía pesando, “si Dios existe, me salvará”. Subió más el agua.

Inundó el segundo piso. El ateo subió al techo. Seguía en espera de que Dios lo salvara. Se acercó un helicóptero, desde donde se lanzó una escalera. La rechazó, gritando: “No, quiero probar si Dios existe y si existe, él me salvará”. Le alejó el helicóptero y el ateo quedó solo en el techo varias horas.

Meditaba, “pues bien, hasta ahora la evidencia se inclina a mi favor. Dios no existe y las pruebas son contundentes. No me he salvado. Sigo en peligro y de seguro moriré. Sí, efectivamente Dios no existe. He orado por mi salvación y nada”.

Llegó en ese momento un ola enorme que lo arrastró. Murió ahogado.

Pero, para sorpresa del ateo, abrió los ojos y vio luces a su alrededor. Nunca había visto nada parecido. Parecía un sueño, pero no lo era. Escuchaba sonidos, incluso voces. Se pudo a gritar pidiendo auxilio.

Y repentinamente tuvo frente a sí una figura brillante, a la que no podía ver sin deslumbrarse.

La figura le habló: “hijo mío, soy Dios y este es el cielo”. El ateo se pellizcó los brazos, de talló los ojos. No lo podía creer. Era imposible.

De inmediato dijo: “Pero no me salvaste. Morí en la inundación a pesar de que te pedí que me salvaras”. Dios lo contempló con una mirada dulce durante mucho tiempo.

Dijo entonces Dios: “No te comprendo bien. Por supuesto que acepté tus ruegos y quise salvarte”.

El ateo lo vio con indignación y dijo, “Pero si no me salvaste, la prueba es que estoy muerto y frente a ti. Confieso que estuve equivocado, que si existes, pero aún así, eres un Dios despiadado y cruel que no oyó mis oraciones”.

Volvió Dios a verlo con la misma mirada dulce.

Y Dios le dijo, “Por supuesto que intenté salvarte, pero tú rechazaste mi salvación varias veces. Fui yo quien hizo que estuvieras cerca de la radio para escuchar los avisos. Fui yo quien te mandó al policía para sacarte de allí. Fui yo quien te envió la lancha de rescate y quien mandó el helicóptero también. Nunca aceptaste la ayuda”.